Empezamos con la «procesión de las palmas», más conocida como «domingo de ramos». Ya desde entonces pudimos vislumbrar las emociones y sentimientos de toda la semana: la alegría de acoger a Jesús, nuestro rey y Señor, y la tristeza y dolor de la pasión. A lo largo de la semana lo acompañamos en la última cena, dejándonos lavar los pies y compartiendo el pan de la vida, el amor y el servicio. Nos quedamos hasta la media noche orando con Él en el Getsemaní, y el viernes lo acompañamos también en su pasión: desde que lo tomaron preso, durante el juicio, la flagelación, el viacrucis y la muerte.
Uno de los momentos más memorables fue la obra de teatro, que nos mostró lo actual que sigue siendo la acción de Dios en nuestra vida, el efecto que produce el encuentro con Jesús, y lo complejo de la cruz, que pesa y duele, y sin embargo nos une a Cristo intrínsicamente.
Y vino la dicha el sábado, en la solemne vigilia pascual. Tuvimos la oportunidad de vivir este paso de la oscuridad a la luz, de la muerte a la vida, de la nada al todo. Celebramos la resurrección gloriosa del Señor, renovamos nuestra alianza con Él, y desde entonces celebramos con alegría la razón y fundamento de nuestra fe: ¡Cristo ha resucitado!